Ni siquiera en sueños
Puedo encontrarme con él
Mi cristal cada mañana
Revela una cara tan gastada
Me vuelvo apenada.[1]
Su recuerdo es constante e invade mi cuerpo cada vez que me despierto. Recuerdo particularmente aquel que debía ser el día más bello y es el más amargo. Recuerdo cada instante, y lo vivo de nuevo cada vez que cierro mis ojos. Hoy que el viento sopla y acaricia las hojas dulcemente, es más fuerte esta soledad y es más intenso mi recuerdo…
Ese día me levanté más tempano de lo que me era usual en aquellos años, el canto hermoso y prolongado del Hototogisu sumado a mi ansiedad y emoción, me impedían mantenerme en la cama por más tiempo. Me levanté con el corazón acelerado, lleno de amor y de emoción, estaba preparada para tener un día grandioso. Me asome por las persianas de mi cuarto que me permitían ver al jardín donde florecían los más hermosos árboles. Los ciruelos con sus flores claras y oscuras llenaban mi corazón de felicidad. Pero no hay belleza que se iguale con la de la flor del cerezo, con sus largos pétalos y hojas de un rojo oscuro y apasionado, que producen en el más turbio los más píos sentimientos.
Recuerdo que a lo lejos, fuera del palacio, se erguía un pino, majestuoso e imponente, tan antiguo como el mundo mismo y que probablemente morirían juntos. Los pinos siempre me hacían recordarlo a él. Corrí entonces hacia el pequeño baúl donde siempre guardé las cosas que me eran preciadas. Allí estaba aún, después de tanto tiempo, conservada perfectamente como la blancura perenne de Shirayama[2], aquella pequeña ramita de pino que recibí junto con aquellos hermosos y verdes versos.
Tu canasta, con tu hermosa canasta,
Tu paleta, con tu pequeña paleta,
Dama, juntando hierbas en esta ladera,
Yo te preguntaré: ¿Dónde está tu casa?
¿No me dirás tu nombre? [3]
Escribió él. Yo lo sabía a la espera de mi respuesta, pero mis manos temblaban como las cuerdas de la cítara. Era un verso antiguo, y yo no podía decepcionarlo y mostrarme incapaz de responder a su reto. Pero en ese momento ¡oh desgracia! no podía recordar el verso. Mi corazón se precipitó con si estuviera a punto de expirar. Respiré profundamente para calmar mi ansiedad y le pedí al mensajero de mi amado que esperara mientras elaboraba mi respuesta.
Corrí a buscar una piedra de tinta, me senté, cerré mis ojos y sobre el mismo papel que él había pasmado tan hermosas palabras, escribí.
Sobre las vastas tierras de Yamato
Eres tu quien reina a lo largo y ancho[4]
Eres tu quien gobierna a lo largo y ancho
Yo misma, mi señor, te contaré
Sobre mi hogar y mi nombre.
Yo no podía utilizar los caracteres chinos con la destreza que él lo hacía, y hubiese sido mejor no contestar que enviarle una mala respuesta; pero yo esperaba que la forma en que escribí estos versos fuera de su agrado. Aún insegura acerca de mi proceder, pedí al mensajero que volviera con su amo. ¡Como disfrutaba de estos juegos! Son cientos los versos que de él recibí, era tan bella su manera de escribir; así como su forma de hablar. Siempre respetuoso con quienes debía serlo y directo con quien no era necesario. Su expresión y su persona, ambas finas, ambas por mí adoradas.
Días después escuche que varios cortesanos comentaban acerca de mi verso, y mi querido amigo Tsunefusa se acercó a mí y me comentó que mis versos habían llegado a los oídos del Emperador y que éste se encontraba maravillado con mi agilidad y mi destreza en la poesía, y que deseaba que todas las mujeres de palacio fueran así de astutas para nunca sentirse aburrido. Este comentario me llenó de gozo y orgullo; y de agradecimiento para con mi padre, quien desde que yo era niña se había esmerado en que aprendiera todos los poemas del Man’yōshū[5], del Gosenshū[6] y del Kokinshū[7] y a tocar los más bellos instrumentos.
De repente me percaté de que el tiempo pasaba y que yo debía prepararme. Las demás damas en espera, se fueron levantando una a la vez y el palacio se llenó de vida en pocos minutos. Algunas de las damas llevadas por la emoción comenzaron a llegar a mi habitación sin arreglarse lo cual fue sumamente molesto; pero yo no permitiría que su desfachatez me arruinara el día.
Mi cabello era más hermoso que el de cualquiera, por lo menos así lo percibía yo. Siempre estaba perfectamente liso, era oscuro como las noches más frías del invierno y cubría mis hombros de la manera más ordenada. Ese día lo adornaría con uno de los peines más hermosos que había tenido jamás. Hoy el peine se ha perdido y de mi cabello, una vez abundante y hermoso, no quedan más que vestigios…
Si tan solo al escuchar
Que la vejez se acerca
Uno pudiera cerrar la puerta
Responder “no está en casa”
Y negarse a recibirla.[8]
Pero el tiempo pasa y nunca perdona.
Aquel peine siempre me traía recuerdos del sétimo día, cuando los nobles que viven fuera del palacio llegan para disfrutar del Festival de los Caballos Azules. En esta época la nieve cubre las pequeñas y jóvenes hierbas y es difícil mantener la entrada de palacio apropiadamente limpia; y al entrar los carruajes, los golpes hacen que los peines caigan del cabello de las mujeres y es hermoso verlas reír cuando por descuido estos se quiebran. ¡La época del festival es una época hermosa!
Esa mañana lavé mi cabello y me puse un traje aromatizado que me llenó de placer. Luego, sentada ya frente a mi lujoso espejo chino noté que este estaba ligeramente empañado, lo cual hizo retumbar mi corazón. Una vez que recobré la serenidad, saqué mis cejas, y la expresión en mi rostro mientras lo hacía, provocó fuertes risas a las damas que estaban a mi lado. Luego me di a la tarea de empolvar mi rostro, con cuidado de no dejar al descubierto un solo espacio, que permitiera observar el color de mi piel, ya que este era un día especial y es sumamente desagradable el ver un rostro mal empolvado. Luego pinté mis cejas y contemplé mi rostro.
Mi rostro brillaba como la luna que con todo su esplendor iluminó aquella noche en que él llegó a mí por primera vez. Era una noche de verano, la época adecuada para encontrar un amante. Yo aún no le dejaba ver mi rostro cuando él llegó a mi puerta, él no lo había visto jamás a pesar de que nos conocíamos bien. Él se escondía detrás de mi puerta corrediza entreabierta, cuando profesó uno de sus versos y yo conmocionada le rogué que entrara. Al estar los dos en el mismo cuarto, de espaldas a él, lentamente baje el abanico con el cual me había cubierto el rostro. Él extrañado intentó preguntarme que ocurría, pero yo solamente me volví a mirarlo. Él era el primer hombre que llegaba a mi cuarto en palacio, y que observaba mi rostro, yo era muy joven.
La sensación que me estremeció en aquel instante nunca ha tenido igual; fue como si una gota de lluvia invernal recorriera mi espalda de arriba abajo y que el calor de las brazas que calientan la habitación calentara mi corazón. En sus ojos pude ver su sinceridad y que la conmoción, a pesar de su sabiduría y madurez, se apoderaba de él también.
Él se encontraba vestido de manera impecable, como era su costumbre, traía un hermoso capote color cereza con blanco, unos hermosos pantalones atados flojamente, el más hermoso sombrero y un abanico de los colores más intensos con uno de nuestros versos favoritos escritos al frente.
Pasó la noche y al amanecer se comportó como el mejor de los amantes, de la manera más elegante posible. Se levantó de la cama con un aire de consternación en su rostro. “Apresúrate, la luz se está levantando y tú no quieres que nadie te encuentre aquí”, le dije y él suspiró, como si la noche no hubiese sido lo suficientemente larga y le causara una gran agonía el partir. Se acercó a mí, aún si vestirse completamente y susurró a mi oído todo aquello que durante la noche se había quedado sin decir. Estábamos los dos al lado de la puerta de mi habitación y antes de escabullirse exclamó
Como el hielo que se derrite
Al comenzar la primavera
Sin dejar un solo rastro atrás
Que se derrita tu corazón por mí[9]
Definitivamente así lo fue.
A la mañana siguiente, esperaba su carta y esta llegó puntual. Era una carta anudada de la manera más hermosa, en un igualmente bello papel rojo y que venía acompañada de unas hermosas flores de Meliá. Esto me aseguraba sus intenciones, por lo que me apresuré a escribirle de vuelta.
Ahora recuerdo también, con especial cariño, aquella noche en la que mi amor se escabullía por los rincones del palacio con tal de llegar a mí, siempre elegante y suave en su andar. Yo lo esperaba al lado de la ventana, pues sus poemas habían anunciado su llegada y yo ansiosa ya estaba. El incienso ardía dentro de mi habitación e impregnaba hasta los más recónditos espacios. Cuando de repente lo vi caminado por el jardín. A medida que se acercaba aumentaba su cautela para no ser descubierto; cuando de repente Okinamaro comenzó a ladrar. Él me miró indeciso y preocupado. Con un gesto nos despedimos, el se perdió en la turbia noche y yo en el dolor de su ausencia. Al aire fresco de la noche suspiré
Pensando en él
Duermo solo para tenerlo
Aparece frente a mí
Si hubiese sabido que era un sueño
Jamás hubiese despertado
Como te extraño, corazón, cuando los pájaros cantan y cuando las nubes viajan. Como te extraño al despertar, como extraño el olor de tus cabellos y tus manos fuertes. Como extraño tu color de voz y el tono de tu caminar. Como te extraño en el verano, cuando el sol y mi cuerpo calientan, y el agua refresca pero no sacia la sed que siento por ti…
¡Sueños, escuchen, mis sueños!
No me traigan al lado
Del hombre al que yo amo
Porque una vez que despierte
Me hará sentirme solitaria[10]
Aquel día, de todos el más bello y el más triste, yo no podía creer lo que ocurría, ahí estaba yo de vuelta en la casa de mi padre, esperándolo a él que a partir de ese día, al convertirme yo en su esposa principal, viviría con nosotros. Vestida de la manera más elegante; tenía en mi cabello, que en ese entonces llegaba hasta el piso, el adorno más fino y hermoso. Mi chaqueta china, la cual había recibido de su majestad, era tan hermosa que cualquier descripción que yo intentará hacer sería injusta pues no se le asemejaría en lo más mínimo. Mi bata era de la tela más fina que había en todo el territorio, al igual que el vestido sin alinear; ambos del blanco más puro, con trazos de colores inigualables formando los más hermosos patrones, que había mandado a teñir desde hace bastante tiempo. Mis faldas tanto la del pantalón, como la larga me llenaban de majestuosidad. Nunca me había sentido tan hermosa. Mis ojos al verme se llenaban de alegría.
Lo que más me alegraba era mi abanico. Este era tan hermoso, sus colores y texturas. Esos pequeños detalles dorados, y el paisaje que en él se plasmaban al lado del verso que él una vez escribiera para mí, me hacía sentir extasiada. Era el abanico más bello del mundo. Mi padre había pedido a los artesanos de palacio que lo decoraran, era simplemente exquisito.
De repente comencé a escuchar unos arcos, lo cual me recordó los hermosos episodios que ocurren todas las noches en palacio cuando se toma lista de los cortesanos mayores y de los caballeros que atienden al emperador. ¡Como desearía poder presenciar este evento! Pero las cortinas cerradas, me permiten imaginarlo únicamente a partir de los sonidos, lo cual es igualmente esplendoroso. Antes de que sean las diez de la noche, se escuchan cientos de pasos apresurados en el palacio. Al ser las diez en punto comienzan a escucharse los nombres de todos, y las damas en espera siempre disfrutan de escuchar y de comentar sobre la manera en que cada uno responde, siendo especialmente emocionante el escuchar a un amigo enunciar su nombre. Recuerdo como él siempre pronunciaba su nombre. Su voz grave, fuerte y clara, hacía retumbar el palacio y aceleraba mi corazón.
Luego se escuchaban pasos más fuertes, cuando la Guarda Imperial de la Oficina Privada del Emperador hacía su entrada, haciendo sonar las cuerdas de sus arcos para espantar a los malos espíritus. Luego el capellán de turno, se dirige, con pasos que hacen temblar el suelo, hacia la barandilla en la esquina noreste del palacio, donde asume una postura que creo se llama, arrodillamiento elevado, y mirando hacia el palacio del emperador y pregunta al oficial que se encuentra a su retaguardia si tal y tal están presentes, y si tal y tal también lo están. Ha de ser un acto sumamente hermoso que no puedo más que imaginar.
Llegó la hora de comer, ese día tendríamos un gran banquete, corrimos al salón de banquetes donde se encontraban ya a nuestra disposición, el vinagre, la sal, el licor y el delicioso sho. ¡El delicioso plato de las cuatro especies! Pronto llegaron la sopa, los vegetales, el arroz y los demás platos, y nos dispusimos a degustarlos con el mayor de los placeres. El O-mochi que había en el centro de la mesa trajo a mi mente uno de los más dulces recuerdos que guardaba entonces de mi amado.
Recuerdo que era un día después de que terminaran la ceremonia de las sagradas lecturas, puesto que había terminado ya la abstinencia, y que aún se sentían en el palacio los murmullos de los monjes que habían estado profesando el Mahāprajñāpāramitā Sūtra[11]; cuando se acercó un viejo y pobre mendigo al palacio. Vi desde mi ventana como este se acerco a mi amado. No tengo certeza de lo que ocurrió ni de cuáles fueron las palabras que entre ellos se dijeron, sólo recuerdo que mi amado entró de nuevo al palacio y regresó luego con una cesta y una bata, al recibirla el mendigo realizó un baile de agradecimiento del modo más grotesco, lo que provoco carcajadas en otras damas que también observaban. No me es difícil suponer, dada la época, la personalidad de mi amado y la apariencia de aquel viejo que lo que había en la canasta eran las sobras del altar del Buda. Que noble que mi amado, tu bondad cala profundo en mi ser y me hace suspirar por las horas en las que no estás a mi lado; me llena de gozo el saber que me has amado y que tu corazón, grande y apasionado, conmigo compartes. Recuerdo ese día como si lo viviera a cada momento.
Ahora cuando pienso en todos aquellos bellos momentos se agrieta mi espíritu, se funde mi corazón con la desesperanza y mi cuerpo se debilita. Son tiempos que no volverán y que han de ser por siempre una carga en mi alma. En la habitación que escribo ahora, guardo ya pocas cosas que me inciten su recuerdo; a pesar de que olvidarlo es una ilusión, mas no un anhelo. Entre las cosas que guardo con un cierto desprecio, pero que me es imposible desechar, está su espada con su hermosa vaina decorada, de la manera más fina y elaborada.
Esa espada maldita, a la que culpo de todas mis desdichas, pero que es tan bella y que es de él lo único que me queda, Heraldo de la Muerte era su nombre, porque habría de llevar a nuestros enemigos hacia un amargo destino; irónica es la vida y cruel el hado. Meses antes del hermoso pero oscuro día que, en parte, he detallado, mi amado fue enviado a resguardar las fortalezas de Ise. Aun conservo grabado en mi corazón el primer poema que durante su ausencia recibí.
Pensaré en ti, amor,
En las tardes en que la niebla gris
Se levante sobre las acometidas,
Y a frialdad suena la voz
Del grito de los patos salvajes.[12]
Recuerdo haberlo sentido tan cerca de mí al leer estas palabras que no pude evitar recordar aquellos hermoso versos, que la princesa escribiera en su momento a su amado Narihira, y que en ese momento eran demasiado míos.
No sé si
Fui yo quien viajó a ti
O fuiste tú quien vino a mí:
¿Fue sueño o realidad?
¿Estaba dormida o despierta? [13]
Recuerdo que en la mañana de aquel agridulce día, recibí el que sería el último de sus poemas; me hizo temblar; pues demostraba que él guardaba en su corazón los versos que yo le había enviado.
Anoche también yo
Vagué perdido en la oscuridad
De un corazón perturbado;
Si fue sueño o realidad
Esta noche lo decidiremos.[14]
Cuando estaban ya listos los preparativos y ansiosa yo esperaba su llegada, puntual como él era, llego apresurado un mensajero. La expresión en su rostro, su respiración ajetreada y su manera desordenada de presentarse en el palacio, fueron suficientes para que mi alma se detuviera consciente de lo que había ocurrido. No eran necesarias las palabras, yo ya lo sabía todo; mi corazón me lo decía; no hubo ya sorpresa alguna, cuando tuve en mis manos, igual que ahora, esta espada ensangrentada….
Las hierbas crecen tan gruesas
Que ya ni siquiera se puede ver el camino
Que lleva hacia mi hogar;
Esto ocurrió mientras esperaba
Por alguien que no llegaría.[15]
[1] Ise: incluido en el Kokinshū
[2] Shirayama (Montaña Blanca) situada en la prefectura norteña de Kaga.
[3] Atribuido al emperador Yūryaku (418-479)
[4] El verso original dice: “Soy yo quien reina a lo largo y ancho/ soy yo quien gobierna a lo largo y ancho/ Yo mismo, como tu señor, te contaré/ acerca de mi nombre y de mi hogar.”
[5] La colección de las mil hojas.
[6] La seis colecciones
[7] La colección de poesía moderna y antigua.
[8] Anónimo: Incluido en el Kokinshū
[9] Anónimo: Incluido en el Kokinshū
[10] Anónimo; incluido en el Gosenshū.
[11] Sutra de la gran sabiduría.
[12] Poema de un guarda de la frontera, incluido en el Man’yōshū.
[13] Las Historias de Ise, Ariwara no Narihira.
[14] Las Historias de Ise, Ariwara no Narihira. (Es la respuesta deNarihira al poema de la princesa).
[15] Sōjō Henjō, incluido en el Kokinshū
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